martes, 1 de marzo de 2016
Perdonar y disculpar
Meditación del día de Hablar con Dios
Cuaresma. 3ª semana. Martes
PERDONAR Y DISCULPAR
— Perdonar y olvidar las pequeñas ofensas que se producen a veces en la convivencia diaria.
— Nuestro perdón en comparación con lo que el Señor nos perdona.
— Disculpar y comprender. Aprender a ver lo bueno de los demás.
I. En el trato con los demás, en el trabajo, en las relaciones
sociales, en la convivencia de todos los días, es prácticamente
inevitable que se produzcan roces. Es también posible que alguien nos
ofenda, que se porte con nosotros de manera poco noble, que nos
perjudique. Y esto, quizá, de forma un tanto habitual. ¿Hasta siete
veces he de perdonar? Es decir, ¿he de perdonar siempre? Esta es la
cuestión que le propone Pedro al Señor en el Evangelio de la Misa de
hoy1. Es también nuestro tema de oración: ¿sabemos disculpar en todas
las ocasiones?, ¿lo hacemos con prontitud?
Conocemos la respuesta del Señor a Pedro, y a nosotros: No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Es decir, siempre.
Pide el Señor a quienes le siguen, a ti y a mí, una postura de perdón y
de disculpa ilimitados. A los suyos, el Señor les exige un corazón
grande. Quiere que le imitemos. «La omnipotencia de Dios –dice Santo
Tomás– se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de
misericordia, porque la manera que Dios tiene de demostrar su poder
supremo es perdonar libremente...»2, y por eso a nosotros «nada nos
asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar»3. Es
donde mostramos también nuestra mayor grandeza de alma.
«Lejos de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que
nos hayan hecho, de las humillaciones que hayamos padecido –por
injustas, inciviles y toscas que hayan sido–, porque es impropio de un
hijo de Dios tener preparado un registro, para presentar una lista de
agravios»4. Aunque el prójimo no mejore, aunque recaiga una y otra vez
en la misma ofensa o en aquello que me molesta, debo renunciar a todo
rencor. Mi interior debe conservarse sano y limpio de toda enemistad.
Nuestro perdón ha de ser sincero, de corazón, como Dios nos perdona a
nosotros: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores, decimos cada día en el Padrenuestro. Perdón rápido,
sin dejar que el rencor o la separación corroan el corazón ni por un
momento. Sin humillar a la otra parte, sin adoptar gestos teatrales ni
dramatizar. La mayoría de las veces, en la convivencia ordinaria, ni
siquiera será necesario decir «te perdono»: bastará sonreír, devolver la
conversación, tener un detalle amable; disculpar, en definitiva.
No es necesario que suframos grandes injurias para ejercitarnos en
esta muestra de caridad. Bastan esas pequeñas cosas que suceden todos
los días: riñas en el hogar por cuestiones sin importancia, malas
contestaciones o gestos destemplados ocasionados muchas veces por el
cansancio de las personas, que tienen lugar en el trabajo, en el tráfico
de las grandes ciudades, en los transportes públicos...
Mal viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriara
nuestra caridad y nos sintiéramos separados de los demás, o nos
pusiéramos de mal humor. O si una injuria grave nos hiciera olvidar la
presencia de Dios y nuestra alma perdiera la paz y la alegría. O si
somos susceptibles. Hemos de hacer examen para ver cómo son nuestras
reacciones ante las molestias que, a veces, la convivencia lleva
consigo. Seguir al Señor de cerca es encontrar también en este punto, en
las contrariedades pequeñas y en las ofensas graves, un camino de
santidad.
II. Y si siete veces al día te ofende... siete veces le perdonarás5.
Siete veces, en muchas ocasiones. Incluso en el mismo día y sobre lo
mismo. La caridad es paciente, no se irrita6.
En algún caso, nos puede costar el perdón. En lo grande o en lo
pequeño. El Señor lo sabe y nos anima a recurrir a Él, que nos explicará
cómo este perdón sin límite, compatible con la defensa justa cuando sea
necesaria, tiene su origen en la humildad. Cuando acudimos a Jesús, Él
nos recuerda la parábola que narra el Evangelio de la Misa de hoy. Un
rey quiso arreglar cuentas con sus siervos. Y le presentaron uno que le
debía diez mil talentos7. ¡Una enormidad! Unos sesenta millones de
denarios (un denario era el jornal de un trabajador del campo).
Cuando una persona es sincera consigo misma y con Dios no es difícil
que se reconozca como aquel siervo que no tenía con qué pagar. No
solamente porque todo lo que es y tiene a Dios se lo debe, sino también
porque han sido muchas las ofensas perdonadas. Solo nos queda una
salida: acudir a la misericordia de Dios, para que haga con nosotros lo
que hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo, le dejó libre y
le perdonó la deuda.
Pero cuando este siervo encontró a uno de sus compañeros que le debía
cien denarios, no supo perdonar ni esperar a que pudiera pagárselos, a
pesar de que el compañero se lo pidió de todas las formas posibles.
Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malo, yo te he
perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú
también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido en ti?
La humildad de reconocer nuestras muchas deudas para con Dios nos
ayuda a perdonar y a disculpar a los demás. Si miramos lo que nos ha
perdonado el Señor, nos damos cuenta de que aquello que debemos perdonar
a los demás –aun en los casos más graves– es poco: no llega a cien
denarios. En comparación de los diez mil talentos nada es.
Nuestra postura ante los pequeños agravios ha de ser la de quitarles
importancia (en realidad la mayoría de las veces no la tienen) y
disculpar también con elegancia humana. Al perdonar y olvidar, somos
nosotros quienes sacamos mayor ganancia. Nuestra vida se vuelve más
alegre y serena, y no sufrimos por pequeñeces. «Verdaderamente la vida,
de por sí estrecha e insegura, a veces se vuelve difícil. —Pero eso
contribuirá a hacerte más sobrenatural, a que veas la mano de Dios; y
así serás más humano y comprensivo con los que te rodean»8.
«Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de
disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto
es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es
bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la
doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de
bien (Cfr. Rom 12, 21)»9. No cometeremos el error de aquel siervo
mezquino que, habiéndosele perdonado a él tanto, no fue capaz da
perdonar tan poco.
III. La caridad ensancha el corazón para que quepan en él todos los
hombres, incluso aquellos que no nos comprenden o no corresponden a
nuestro amor. Junto al Señor no nos sentiremos enemigos de nadie. Junto a
Él aprenderemos a no juzgar las intenciones íntimas de las personas.
No percibimos de los demás sino unas pocas manifestaciones externas,
que ocultan, en muchas ocasiones, los verdaderos motivos de su actuar.
«Aunque vierais algo malo, no juzguéis al instante a vuestro prójimo
–aconseja San Bernardo–, sino más bien excusadle en vuestro interior.
Excusad la intención, si no podéis excusar la acción. Pensad que lo
habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o por debilidad. Si la cosa
es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces procurad creerlo
así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido muy
fuerte»10.
¡Cuántos errores cometemos en los pequeños roces de la convivencia
diaria! Muchos de ellos se deben a que nos dejamos llevar por juicios o
sospechas temerarias. ¡Cuántas divisiones familiares se tornarían
atenciones si viéramos que ese mal detalle, esa inoportunidad, se debe
al cansancio de aquella persona después de un día largo y difícil!
Además, «mientras interpretes con mala fe las intenciones ajenas, no
tienes derecho a exigir comprensión para ti mismo»11.
La comprensión nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los
demás, a mirarlos con simpatía; alcanza las profundidades del corazón y
sabe encontrar la parte de bondad que hay siempre en todas las personas.
Solo es capaz de comprender quien es humilde. Si no, las faltas más
pequeñas de los demás se ven aumentadas, y se tiende a disminuir y
justificar las mayores faltas y errores propios. La soberbia es como
esos espejos curvos que deforman la verdadera realidad de las cosas.
Quien es humilde es objetivo, y entonces puede vivir el respeto y la
comprensión con los demás: surge fácil la disculpa para los defectos
ajenos. Ante ellos, el humilde no se escandaliza. «No hay pecado
–escribe San Agustín– ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea
capaz de cometer por razón de mi fragilidad, y si aún no lo he cometido
es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha
preservado en el bien»12. Además, «aprenderemos también a descubrir
tantas virtudes en los que nos rodean –nos dan lecciones de trabajo, de
abnegación, de alegría...–, y no nos detendremos demasiado en sus
defectos; solo cuando resulte imprescindible, para ayudarles con la
corrección fraterna»13.
La Virgen nos enseñará, si se lo pedimos, a saber disculpar –en Caná,
la Virgen no critica que se haya acabado el vino, sino que ayuda a
solucionar su falta–, y a luchar en nuestra vida personal en esas mismas
virtudes que, en ocasiones, nos puede parecer que faltan en los demás.
Entonces estaremos en excelentes condiciones de poder prestarles nuestra
ayuda.
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